El pasado mes de marzo una conocida revista de enseñanza organizaba una mesa redonda con el título “En busca del nuevo profesor” dentro del ciclo más amplio “En busca de un nuevo paradigma educativo”. Con independencia de sus contenidos, la denominación usada como reclamo está en consonancia con los tópicos habituales en el discurso educativo vigente.
¿Por qué un nuevo paradigma y un nuevo modelo de profesor? Planteado en estos términos, no se habla de la necesidad de mejorar un sistema o el desempeño de una función, sino de proponer un salto cualitativo, un cambio de rumbo.
¿Lo nuevo siempre significa progreso? Hoy tenemos sobrados motivos para la alarma. La presente crisis económica y política está provocando situaciones “nuevas” de retroceso social generalizado hasta hace poco impensables. En nombre de los mismos principios neoliberales que la han desencadenado, gobiernos y organismos internacionales pretenden imponer medidas draconianas a la mayoría en provecho exclusivo de una ínfima minoría. Ya no tienen reparo en afirmar que contratos, jornadas de trabajo, salarios, coberturas sociales, pensiones, etc., han de ser sometidos a cambios de claro signo regresivo. Si no media una amplia reacción popular, estamos convencidos de que el “paradigma” de las condiciones de vida y trabajo que espera a nuestros hijos será bastante más negro que el disfrutado por sus padres.
¿No estaremos ante un problema similar en el caso de la enseñanza, un campo que tampoco se ha podido sustraer al sutnami neoliberal que viene arrasándolo todo? ¿Qué es lo que se califica de obsoleto y se quiere sustituir en los sistemas educativos cuando se propone un “nuevo paradigma”?
Cambiar los fines de la educación
Algunos pensamos que esa alteración en la raíz misma de la educación viene obrando desde bastantes años atrás. Los docentes de larga experiencia tienen conciencia de ello cuando claman “¡me han cambiado mi profesión!”. Y si sus promotores aún no han logrado llevarlo a la práctica con todas las consecuencias, al menos el lenguaje y los planes en curso están hace tiempo instalados en el nuevo paradigma.
Efectivamente, desde hace aproximadamente tres décadas (al hilo de las políticas propugnadas por Reagan y Thatcher), el conjunto de reformas educativas abordadas en todos los países e inducidas por organismos internacionales como la OCDE y la UE, han ido orientadas a crear un nuevo modelo educativo “globalizado”. Bajo pretexto de modernización y homologación, los responsables políticos y los “expertos” en educación han logrado allanar con cierta facilidad el camino para su progresiva implantación. Bien es cierto que se han alzado voces denunciando que los cambios, aparentemente formales y envueltos en una jerga “progresista”, caminaban en dirección opuesta a las conquistas democráticas incorporadas con muchos esfuerzos en los respectivos sistemas educativos. Pero las resistencias han sido dispersas y minoritarias. Pocos analistas han comprendido que lo que, en último término, está en cuestión son los fines propios de la Escuela tal como fueron definidos por la Ilustración y trataron de llevar a la práctica las revoluciones liberales y sociales a lo largo de dos siglos.
El concepto republicano de soberanía popular y ciudadanía suponía la creación de un marco común y democrático de iguales derechos y deberes. Uno de esos derechos fundamentales fue la universalización de la educación, el acceso de todos al saber y a la cultura, privilegio de unos pocos hasta entonces. Su regulación es competencia y obligación del Estado como garante de esa universalidad y equidad. La Escuela Pública se constituye así en institución clave para la construcción de la República (res publica). Porque sólo ciudadanos formados y con autonomía de juicio (la “mayoría de edad” de que hablaba Kant), están capacitados para ejercer de forma efectiva y libre sus derechos, participar y decidir en igualdad de condiciones en los asuntos comunes. El fin específico de la Escuela es, por tanto, poner la instrucción en el conjunto de saberes fundamentales al alcance de todos como base del desarrollo personal y la emancipación intelectual, de la libertad e igualdad de los ciudadanos, al menos en el terreno de los derechos. De ahí la reclamación de la independencia y autonomía del marco escolar con respecto a las múltiples diferencias y desigualdades que recorren a la sociedad civil, pues, aunque la Escuela no puede resolverlas por sí misma, es un valioso instrumento en la lucha para superarlas.
Sobre esas bases se han levantado, al menos en teoría, los diferentes sistemas educativos democráticos. Dentro de ellos, el profesor constituye una figura fundamental, no como mero conocedor y transmisor mecánico de saberes (caricatura habitual e interesada difundida por los nuevos profetas), sino como profesional capacitado para ayudar a los alumnos a su adquisición comprensiva y práctica. Si se estima que el conocimiento tiene por sí un papel formativo y emancipador, la labor docente tiene como misión esencial proporcionar a niños y jóvenes los instrumentos que les permitan su crecimiento personal, su particular apropiación de la cultura, su capacitación intelectual y profesional. A ello han contribuido las aportaciones de la buena y honesta pedagogía, que nunca ha despreciado el conocimiento, ni ha sacrificado los contenidos a las múltiples formas en que puede desplegarse el complejo proceso de enseñanza y aprendizaje.
No es ese el concepto que de la educación y de la función docente prevalece en nuestro mundo globalizado. En ruptura con la exigida independencia de la Escuela, hoy se propugna su subordinación a las “necesidades económicas”. Como éstas son cambiantes, no tiene sentido una sólida formación de base sino el “aprendizaje a lo largo de la vida” para adecuarse a las eventuales exigencias del “mercado”. El menosprecio por la formación humanística y científica de las personas va unido a su consideración como simple “capital humano”, flexible y estratificado de acuerdo a los criterios de rentabilidad que establecen quienes detentan el capital material. Son éstos los que se arrogan el derecho a definir qué aprendizajes, qué conocimientos y destrezas les son útiles y cuáles no. “Aprender a aprender” es el lema, vacío de contenidos, introducido a diestra y siniestra en la escuela por “pedagogos” a su servicio. El qué ya vendrá dado desde arriba, desde organismos donde los empresarios tienen un peso decisivo, para acomodarlo a los intereses de cada momento y circunstancia. La tarea del profesor ya no es enseñar sino ejercer de monitor y tutor en los diferenciados itinerarios programados en consonancia con las necesidades del mercado laboral. De ahí la importancia crucial que conceden los responsables políticos y educativos a la orientación del flujo de alumnos, en particular a la formación profesional de baja cualificación.
Por eso no es de extrañar que un organismo internacional de carácter económico y al servicio de los poderosos, la OCDE, se haya erigido en supremo director de orquesta con atribuciones también en el terreno de la educación. Imparte, sin cesar, directrices de obligado cumplimiento (aunque presentadas como simples pautas orientadoras) y controla su observancia por los distintos países. La Unión Europea, en este aspecto, funciona como uno de sus apéndices regionales.
El enfoque por competencias
Aquí es donde entra en juego PISA, las pruebas estándar, los informes comparativos y los criterios seleccionados como vara de medir. Sus conclusiones incluyen además consejos a cada país sobre la orientación y prioridades que deben guiar el respectivo proceso de reforma educativa (entendido ya como permanente), a fin de mejorar posiciones en el ranking y acercarse a los estándares de homogeneización.
Homologar, homogeneizar, evaluar la eficacia de los sistemas educativos…, propósitos todos ellos que nadie podría objetar, si renunciáramos a plantear el problema central: ¿sobre qué objetivos y con qué criterios? Ahí está el quid de la cuestión.
La innovación más sobresaliente de los informes PISA consiste en formular los objetivos educativos en términos de competencias. Lejos de reducirse a una simple diferencia nominalista de lo que siempre se ha pretendido hacer en la escuela -como algunos ingenuos han querido entender-, su alcance y propósito van mucho más lejos.
Aunque el arranque teórico para reconvertir la formulación de objetivos educativos en términos de competencias es anterior (sobre todo en el mundo anglosajón) y tuvo su primera aplicación en la formación profesional, es PISA quien la ha generalizado al conjunto de la enseñanza y le ha dado dimensión internacional.
Para comprender los fines asignados a la educación y los parámetros desde los que evaluar su eficacia, nada mejor que remitirse a los propios textos de la OCDE. A ese respecto resulta ilustrativo el documento Marcos teóricos de PISA 2003, adjunto al primer informe que ponía en práctica su particular aparato metodológico y lo aplicaba a un amplio espectro de países.
Haciendo referencia explícita a los objetivos sobre los que se constituyó la OCDE en 1960 (“promover políticas diseñadas para:… contribuir a la expansión de la economía… y del comercio internacional”), el citado documento “presenta los principios que guían la evaluación PISA 2003, descrita en términos de los contenidos que los estudiantes necesitan adquirir, los procesos que deben realizar y el contexto en que se aplican los conocimientos y destrezas”. Como después veremos, el “contexto” será determinante para la selección de contenidos y destrezas.
Se trata de impulsar “un modelo dinámico de aprendizaje en el que los nuevos conocimientos y las destrezas necesarios para adaptarse con éxito a un mundo cambiante se van adquiriendo a lo largo de toda la vida”…; la evaluación OCDE/PISA “adopta un enfoque amplio para evaluar el conocimiento y destrezas que reflejan los cambios actuales de los currículos, superando el enfoque basado en la escuela y teniendo en cuenta la utilización del conocimiento en las tareas y desafíos de cada día,…”. ¿Qué mundo está en la mente de los expertos de la OCDE al que es preciso acomodar la educación? No es otro que el “mundo cambiante” (el de la producción, el trabajo, la técnica y el consumo, determinados desde la óptica exclusiva de la rentabilidad del capital), propuesto como modelo para los sistemas educativos, que deben ser igualmente “dinámicos”, ajustados permanentemente a la evolución circunstancial de las variables del mercado: esa es la “tarea y el desafío” más allá de la escuela y a lo largo de toda la vida.
Por eso se hace una extrapolación del lenguaje del mundo laboral, tal como lo entienden los empresarios, al mundo educativo: “Los alumnos necesitan desarrollar ciertas destrezas amplias y generales. Entre ellas se cuenta la comunicación, la adaptabilidad, la flexibilidad, la capacidad para solucionar problemas y la utilización de las tecnologías de la información”. El término competencia se convierte ahora en clave de bóveda para esa transposición, una especie de sortilegio que, pese a o precisamente por su ambigüedad, servirá para articular la nueva jerga “pedagógica” y sostener teóricamente el entramado educativo que ha de sustituir al que se considera caduco e ineficaz: “Se utiliza el término competencia para condensar esta concepción amplia de los conocimientos y destrezas”. Esa “concepción amplia” es sobre todo pragmática y excluye todo aquello que no se considera útil y de aplicación en el mundo delimitado por el concepto de eficacia y rentabilidad económica: “El proyecto OCDE/PISA no excluye los conocimientos y la comprensión basados en el currículum, pero los evalúa sobre todo en términos de la adquisición de destrezas y conceptos más amplios que permiten su aplicación cotidiana. Este énfasis en la evaluación en términos de dominio funcional y de conceptos amplios resulta especialmente significativo si se tiene en cuenta el interés de los países en cuanto al desarrollo de capital humano”.
No excluye, pero sí reduce y limita los conocimientos incluidos en los programas, porque, según sus ideólogos, el centro del trabajo escolar se debe focalizar hacia la descripción de “tareas” para resolver problemas en determinados contextos “definidos por la sociedad”: ”La evaluación directa de los conocimientos y destrezas al final del período de escolarización básica permite que el proyecto OCDE/PISA examine el grado de preparación de los jóvenes para la vida adulta y, hasta cierto punto, analice la efectividad de los sistemas educativos. La meta del proyecto consiste en evaluar el rendimiento de los sistemas educativos en relación con sus objetivos de base (tal como los define la sociedad) y no en relación con la enseñanza y aprendizaje de un conjunto de conocimientos”;… “la evaluación de las competencias transcurriculares se ha incluido como parte integral del proyecto PISA 2003 a través de la evaluación de la capacidad de solución de problemas”. Una educación basada en resultados y rendimientos, según el modelo empresarial.
Traduciéndolo a román paladino, el tópico abstracto de “educar para la vida”, que ha servido de excusa pedagógica para menospreciar el papel específico de la escuela, se resume en limitar la instrucción en saberes a desarrollar sólo aquellas competencias que puedan resultar útiles en el mundo cambiante del mercado laboral, definido de antemano y desde la perspectiva del capital como inestable, precario, con exigencia permanente de adaptabilidad y flexibilidad. Curiosamente, a partir de la actual crisis económica, PISA ha pensado introducir una nueva competencia financiera entre las consideradas básicas, que sumada a la ya incluida como autonomía e iniciativa personal (“aprender a emprender”),capacitaría a nuestros alumnos para entender y asimilar el mundo de la economía y las finanzas.
El proyecto Atlántida
De un tiempo a esta parte, las leyes y decretos referentes a la educación en nuestro país -incluida la LOE- también han empezado a utilizar el término competencia y aluden a las competencias básicas que los alumnos deben alcanzar al terminar la enseñanza obligatoria (las definidas por PISA y hace suyas la UE).
Sin embargo, la mayoría del profesorado y de los implicados en la educación permanecen inconscientes no sólo del horizonte político en que se proyecta el enfoque por competencias, sino también de las consecuencias concretas y prácticas que tendrá en el quehacer cotidiano dentro de la escuela. Aún no ha tomado concreción en leyes y decretos el aparato terminológico, la redefinición de programas y las tareas docentes que lleva aparejado.
Pero están en ello. Los antiguos bonzos que, LOGSE en mano, se prestaron a pontificar en nombre de la pedagogía y a ejercer una función inquisitorial entre el profesorado de “viejo cuño”, para dejar vía libre a las “innovaciones” neoliberales, están nuevamente abriendo brecha. No han aprendido de la experiencia, o mejor, sabedores de la importancia de su colaboración para el sistema, no tienen reparo en reconocer “superado” su antiguo credo y convertirse en fervientes propagandistas de la nueva edición, corregida y ampliada, del invento. Sin más balance sobre los resultados obtenidos, los desatinos de las reformas emprendidas y la orientación en que se han proyectado, ya están preparando los próximos pasos en continuidad con el “nuevo paradigma”.
Diversos grupos de trabajo en colaboración con el Ministerio y las distintas Consejerías de Educación, coordinados y dirigidos por el “Proyecto Atlántida”, llevan tiempo dedicados a desglosar las competencias en resolución de tareas, a señalar las distintas áreas concernidas, a integrar en ellas el currículo formal, informal y no formal, a describir la amplia gama de recursos a aplicar (personales o del contexto y no sólo conocimientos), a describir los “indiciadores” y “rúbricas” que permitan medir y evaluar el resultado de la tarea a resolver, etc. Toda una inmensa “tarea” burocrática, dentro y fuera del aula, que, como reconocen y defienden, disminuirá el espacio y peso de los conocimientos.
Evidentemente, el enfoque de la educación por competencias comporta consecuencias en el currículo y en la organización tanto de los centros como de las tareas docentes (agrupamientos, itinerarios personalizados y seguimiento de “portfolios”, apertura del centro al entorno familiar y local,…).
Pero, más allá de la irracional sobrecarga al profesorado, el problema central radica en la huida hacia delante dentro de la línea educativa puesta en marcha con las reformas anteriores: el enfoque por competencias significa un paso más en el alejamiento de los fines democráticos de la educación, en su vaciamiento de contenidos de validez universal, para reducir el proceso de enseñanza/aprendizaje al adiestramiento en aquellas capacidades y virtudes que demanda una corta visión del rendimiento y la eficacia desde el exclusivo punto de vista empresarial.
Para una mejor comprensión del origen, propósitos y desarrollo del tema a escala internacional, nos remitimos al extenso artículo del conocido profesor belga Nico Hirtt, El planteamiento por competencias, cuya traducción os ofrecemos en este enlace.
Colectivo Baltasar Gracián
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